Vlatko reía de manera
estrepitosa. Entrechocaba las palmas de las manos hasta experimentar cierto
daño por el ímpetu con el que lo hacía. Se le esparcía la saliva por las
comisuras de los labios, salpicando las inmediaciones donde se hallaba situado
sentado sobre la enorme banqueta de caoba, en un razonable estado pútrido por
el tiempo que esta había permanecido enterrada entre la inmundicia del
vertedero ubicado en las afueras de la barriada.
Se llevó el anteojo de cristal
fino ante el párpado entreabierto, mientras con el pulgar de la mano contraria
hurgaba en la cavidad donde hacía años que había perdido su otro ojo. Su visión
reducida pudo apreciar mejor cuanto se le ofrecía delante de sus propias
narices con la ayuda de la lente.
- ¡Venga, Gordito! ¡Quiero ver
cómo das unas cuantas volteretas sobre ti mismo! – ordenó, ufano.
Ensanchó su sonrisa, remarcando
con ello los mofletes.
Vio a Gordito acercarse a la
deteriorada colchoneta. Murmuraba cosas ininteligibles. Giró su cabeza.
- ¡Te estoy diciendo que hagas
cabriolas, haragán! –
insistió Vlatko, haciendo restallar un látigo sobre la cabezuela de Gordito.
Entre sollozos, este empezó a
darse la vuelta sobre sí mismo. Le costaba hacerlo. Semejante inutilidad
conseguía concitar risitas burlonas de Vlakto.
- ¡No sirves para nada, Gordito!
Dirigió el látigo hacia el
trasero rosado rematado con la cola enroscada porcina, consiguiendo que Gordito
se incorporara de pie, para emprender la huída hacia la esquina contraria.
- ¡Ja, ja! ¡Gordito, el Marrano!
Cuando quieres, eres ágil –
bramó Vlatko.
Desde las penumbras se percibían
más sollozos.
Vlatko maniobró sobre la
banqueta, buscando la linterna. La encendió, enfocando a los compañeros de
Gordito, el Cerdito.
Bernardo, el conejo, estaba medio
escondido debajo de una estantería. Paula, la Rata, se hallaba abrazada a
Pedrito, el Pollo, consolándose de su desdicha en un silencio ignominioso. En
el lado contrario estaba María, la Gata Negra, y un poco más apartado del
resto, David, el Osito.
Vlatko se deleitaba contemplando
los ojos vidriosos y llorosos de aquellas criaturas silenciosas.
Se incorporó, agitando la cola
del látigo contra la tarima desencajada y suelta del suelo. Conforme se
aproximaba a la puerta, los seres más cercanos huyeron para evitar estar al
alcance del lacerante daño que podía infligirles.
- ¿De qué huís? ¡Ja, ja! Yo nunca
maltrataría a unas cosas tan preciosas y adorables como lo son mis peluches.
Hizo girar la llave en la
cerradura. Estaba de buen humor. Salió de la estancia, dejando encerradas
a sus creaciones.
En los postes de las farolas y en
las paredes de las calles había pasquines denunciando la alarmante desaparición
de niños de entre seis y nueve años en las últimas semanas.
Vlatko hizo caso omiso de los
carteles. Estuvo recorriendo callejuelas sombrías, sucias e inmundas, poco
transitadas por gente que tuviera algo de sentido común. En un momento dado
encontró una taberna donde tan sólo se atrevía a reunirse la gente de mala
fama. Estuvo un buen rato bebiendo vino de baja calidad. Cuando iba por el
quinto vaso, invitó a un extraño. Este aceptó casi a regañadientes. Vlatko
pidió al tabernero una botella entera para ambos. Cuando el contenido de la
misma estaba casi en los estómagos de los dos, Vlatko sonrió cansinamente a su
interlocutor.
- Tengo algo que podría
interesarle – le dijo.
- Lo dudo, amigo.
- Dispongo de una colección de
peluches de lo más llamativo.
- ¿Para qué habría de interesarme
sus muñecos, eh?
- Son muy especiales, ya le digo.
Aquel desconocido estaba igual de
achispado que Vlatko, y llevado por el buen humor que implicaba el excesivo
consumo de alcohol ya acumulado en el organismo, finalmente aceptó acompañarle
hasta su casa.
Tardaron casi tres cuartos de
hora. Vlatko se equivocó en una bifurcación, para luego atinar con la entrada a
su discreto hogar. Su nuevo amigo entró sin demora, esperanzado en que aquel
fuese un anfitrión de lo más generoso, brindándole la oportunidad de poder
beber algo más antes de tenderse en cualquier tipo de lecho que se le
ofreciera.
- ¡Venga por aquí, muchacho!
Antes de tomar otro trago, quiero enseñarle mi colección de peluches – insistió
Vlatko.
Se dirigieron hacia la puerta del
sótano. Estaba cerrada bajo llave. El dueño de la casa insertó en el ojo de la
cerradura la llave, cediéndole el paso.
- Mire, amigo mío. Son unos
muñecos y unas muñecas de primer nivel. Puede quedarse con el que más le guste
de todo el conjunto.
El acompañante encogió la cabeza
entre los hombros y dio un par de pasos al frente. Percibió el chasquido del
interruptor de una linterna al ser encendida. El haz de luz amarillenta
procedente desde el umbral de la entrada expandida por Vlatko le iluminó parte
de la estancia.
Al principio no quiso creer lo
que se le ofrecía a los ojos. Tenía que ser el efecto ya devastador de la
bebida ingerida en las dos últimas horas.
- ¡Chicas, Chicos! ¡Tenéis una
visita! ¡Demostrad lo simpáticos que podéis llegar a ser cuando queréis!
¡Moveros un poco! – dijo
en voz alta Vlatko, agitando la linterna, poniendo al descubierto cada uno de
los peluches guardados en aquella estancia húmeda e insalubre.
El visitante vio los ojos
espantados de los chiquillos. Cada uno estaba disfrazado, o bien de pollo, o de
gata, o de cerdito, o de conejo, o de rata o de osito. Los rostros de los
infelices estaban teñidos de sangre reseca, con los labios cosidos con hilo de
cocina para que no pudieran emitir ni media palabra de súplica.
- Los niños. Usted es el secuestrador de los
niños – dijo el
visitante, volviéndose cara a Vlatko.
Este enarcó las cejas, extrañado
por la afirmación de aquel hombre.
- En absoluto. Estos son mis
muñecos de peluche.
Los gemidos, lloriqueos y
suspiros de aquellas criaturas le llegaron al alma, haciendo que se
compadeciese por su desdicha.
- ¡Miserable! ¡Están
aterrorizados! ¡Vestidos así, y maltratados! – le reprochó.
Vlatko forcejeó contra el
extraño. Rodaron ambos por el suelo. En un momento dado alzó la linterna,
impactándola contra la frente del hombre. Repitió el gesto las veces necesarias
hasta dejarlo inconsciente. Aprovechó la ocasión para ahogarlo con sus manos
ceñidas en torno a su estrecha garganta, hasta robarle el último de los
alientos.
Azorado y extenuado por el
esfuerzo, se acomodó sentado sobre el frío suelo.
Al fondo de la habitación estaban
apiñadas sus creaciones.
Exhaló un suspiro, forzando una
media sonrisa.
- ¡Este bellaco no os ha valorado
en vuestra justa medida! ¡Luego nos desharemos de él! Ahora necesitamos
descansar.
Vlatko apagó la luz de la
linterna, sumiéndose en un reparador sueño.
Su fallo fue no acordarse de la
puerta abierta. En silencio, los desventurados niños fueron abandonando aquel
terrible lugar.
Unas horas más tarde, cuando Vlatko
fue despertado por los puntapiés de dos policías, abrió los ojos de forma
desmesurada, buscando sus añorados peluches.
- ¡Mis criaturas de trapo! – bramó, conforme era esposado y
trasladado al furgón policial.
Fue vituperado por el vecindario
al ser conocedor de las tropelías cometidas en aquella casa inmunda.
- Ha matado a un hombre – afirmó
una mujer en la panadería cercana.
- Eso no es lo peor – matizó un
hombre bien vestido. – Es el responsable de la desaparición de los niños.
- ¡Qué espanto! ¡Pobrecillos! –
se lamentó la panadera.
- Afortunadamente están todos
vivos. Aunque hubiera sido preferible lo contrario. El muy demente los quiso
convertir en muñecos de peluche. Les cosió la boca a todos ellos y los disfrazó
de animales, con el agravante de haberles prendido la ropa con pegamento
directamente sobre la piel, de tal manera que pudieran permanecer vestidos
siempre de esa forma – informó el mismo caballero.
- ¡Mis peluches! ¿Dónde están?
¡Los necesito para divertirme!
" ¡Para azuzarles con el látigo!
¡Para partirme de risa con sus tropiezos y caídas! – gritaba Vlatko día y noche en la celda de
su prisión.
Con los nudillos en sangre viva,
fue dibujando las fisonomías de aquellos muñecos sobre las paredes de su
encierro. Al lado de cada silueta mal perfilada, los nombres de sus víctimas:
Lucas Gordito, el Cerdito.
Paula, la linda Ratita.
Pedrito, el Pollito.
David, el Osito.
María, la Gata Negra.
Bernardo, el Conejo.
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